¡El tiempo se pasa tan rápido! Llevamos un mes encerrados en casa y me parece que solo llevamos una semana (no sé si es porque aún mantengo la positividad o porque al fin y al cabo uno se adapta a todo).
El confinamiento es absolutamente igual que el de todos los mortales. Durante el periodo escolar lo de siempre: levantarse pronto, dejarme el café a medias para ducharme y estar presentable y hacer videollamadas para intentar mantener la normalidad y seguir aprendiendo.
Es curioso pero nadie nos dijo que eso de estar en clase virtual no está tan mal. No hay interrupciones al profesor (el micro está silenciado) y si no captas bien el concepto puedes enviar un mail (se pierde la esencia de una clase pero se gana en eficiencia).
Después, acabar trabajos y a comer (eso de ser vegetariano, no es tan difícil y más ahora que tengo tiempo para cocinar). Un ratito de tele con el café y a hacer cualquier actividad para entretenerme.
El otro día exploré el mundo de la fotografía. Es difícil fotografiar cosas comunes que tienes en casa y contar una historia, y más, si no tienes carrete y las únicas fotografías que tengo son los momentos que capta mi memoria detrás del objetivo. Es cierto eso que dijo Andre Kertesz “El alfabeto no es lo importante. Lo importante es lo que estás escribiendo, lo que estás expresando. Lo mismo ocurre con la fotografía”.
No importaba que no estuviera fotografiando esos objetos, la gracia estaba en enfocar el objetivo para conseguir un resultado, que a pesar de ser efímero, fuera etéreo.
Se disfrutaba del silencio entre historia e historia, el oso de mi niñez con una sudadera tono caramelo, el balón deshinchado de baloncesto, las gafas sin cristal de mi tío o la antigua máquina de escribir azul. No eran más que objetos sin valor aparente, pero guardaban una esencia tan particular. Hasta aquella cámara heredada había perdido ya su utilidad hacía veranos.
La tarde es cazada por la noche y todo se vuelve oscuro. Cenar e irse a la cama. Cierro los ojos y vuelve a empezar el ciclo de los días raros .